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Sara Riveiro
6 min readSep 19, 2019

Este texto nace de la necesidad de resarcirme de un fracaso personal.

Me estoy yendo a dos sitios a la vez. Solo uno de ellos es relevante. Una de las mudanzas es rápida, frenética y rutinaria. La otra es lenta, frustrante e incómoda.

Me estoy mudando a Getafe, Madrid, como todos los finales de agosto desde hace cuatro años. Al mismo tiempo, me estoy mudando a la aldea de mi bisabuela, en el concello de Negreira, Galicia. Siento que lo segundo no me dolería tanto si no fuera por lo primero. Me encantaría deciros el nombre de la aldea porque, aparte de tener una fonética preciosa, como en general toda la toponimia rural gallega, os ayudaría a imaginarla como exactamente lo que es, cuatro casas en medio del monte, una media de edad de sesenta años y muchas ruinas.

Este texto está escrito con las manos manchadas de tierra, con el pelo lleno de telarañas y con la intención de hacer las paces con un montón de piedras.

Si no os digo el nombre exacto del sitio es porque no creo que tenga derecho a descorrer las cortinas sucias, raídas y polvorientas y dejar que entre la luz en un momento no especialmente digno en la larga trayectoria de este gigante orgulloso. Tampoco sé hasta qué punto estoy legitimada a hablaros de las protagonistas de esta historia, pero si en algún momento la encuentran, espero que sepan perdonarme por no saber limpiar los trapos sucios en casa y necesitar documentar los escombros.

No quiero mudarme. A ninguno de los dos sitios a los que me estoy mudando. No le doy importancia al hecho de que ahora mismo no me apetezca meter en cajas y maletas toda mi vida para volver a mi piso de estudiantes, a mi quinto sin ascensor en un barrio periférico al lado de mi facultad, porque es algo que siento siempre y que se me pasa en cuanto estoy allí. A nadie le apetece arrastrar diez meses de vida a lo largo de medio país, pero suele merecer la pena. Es la otra mudanza la que me preocupa. La que en un principio implica tan solo mover mis cosas a una casa situada a siete kilómetros de donde nací y crecí. Decir que me estoy mudando es un eufemismo. La verdad es que me estoy dejando arrastrar por la situación lo suficiente como para que no genere un conflicto sin estar colaborando o participando activamente en nada.

Este texto está escrito después de pasar varias horas removiendo entre los restos de vidas de personas que en este momento me resultan completamente desconocidas, escogiendo con bastante poco acierto, y hasta cierto punto, falta de cuidado, qué aguja en ese pajar se supone que merecerá la pena guardar.

La casa en la que aparentemente estaré viviendo dentro de poco más de un año nunca ha estado del todo abandonada. Si mi abuela se hubiera desentendido por completo del lugar en el que nació, algo que no me parecía tan traumático hasta que me he visto en la misma situación, no sería tan dificil renovarla ahora. Como buenos minifundistas, los padres de mi madre siguieron acudiendo periódicamente a la casa para cuidar un enorme huerto que ha alimentado a media familia y gran parte del vecindario que pasaba por allí cuando había una plantación especialmente exitosa de tomates, calabacines, pimientos o uvas. Como buenos seres humanos, fueron dejando huellas de su presencia, pequeños trozos de plástico de colores vivos que destacan entre los artilugios de hierro, porcelana y madera, generando anacronismos constantes en una casa que a día de hoy sigue malviviendo entre dos siglos.

Siento que mi madre y yo estamos ralentizando voluntaria e involuntariamente el proceso por motivos bastante distintos. Para mi madre es duro deshacerse de los recuerdos de un lugar en el que vivió probablemente los momentos más felices de su infancia. Para mí es dificil verme involucrada en levantar un hogar en el que no quiero vivir. Hasta hace poco apenas había pisado la aldea una docena de veces y siempre con el exotismo y el interés que genera en una niña una casa vieja con un millón de recovecos y recuerdos en la que puedes pasar una tarde fascinante antes de volver a tu cómodo y moderno piso. Curiosamente, la decisión de mudarnos ha conseguido que empiece a idealizar mi casa actual, a pesar de que cualquier persona que me conozca mínimamente sabe cuánto he odiado en el pasado mi pueblo y cuantas veces he lamentado no poder irme a cualquier otra parte. Supongo que la idea de irme a un lugar en el cual necesitaría un coche (que no tengo) y un carnet de conducir (que veo lejano) para poder ver a mis amigas ha hecho que ponga en perspectiva el concepto de aislamiento.

Este texto es un intento por hacer las paces con una construcción semiderruida con la que quiero de veras tener una buena relación.

No odio la idea de vivir en esa aldea cuyo nombre estoy intentando evitar. De verdad. La Sara de quince años probablemente sí preferiría morir antes de alejarse, aún más, de la urbe y la modernidad, pero con el tiempo me he convertido en una señora que podría ser verdaderamente feliz volviendo a casa después de unos meses fuera y dedicándole una tarde entera a plantar tomates y pasear por el bosque. Ese no es el problema.

Este texto surge de la culpabilidad que me genera no haber sabido anteponerme a mi injusto rencor adolescente y no haber sabido ver lo bello en lo abandonado, no haber sabido reivindicar y dignificar la basura que en su día fue la vida entera de varias generaciones que dejaron su huella en esa casa. Me arrepiento enormemente de haberme centrado tanto en lo que esa nueva casa implicaba, en lo que tendría que dejar atrás, que no fui capaz de pasearme por las habitaciones congeladas en el tiempo, de fotografiar y documentar como es debido esa cotidianeidad que durante mucho tiempo se dio por hecho y que ahora solo es una pila de escombros.

El problema es que en una semana vuelvo a mi piso de estudiantes. Tal y como llevo volviendo los últimos cuatro años. A tres pisos distintos. Con una sensación constante de precariedad, ansiedad e inestabilidad que ha hecho que los últimos dos años decidiera quedarme en el mismo, no por tenerle un especial cariño, sino porque prefería mudarme a la casa de la aldea en las condiciones insalubres en las que está ahora antes que tener que lidiar un verano más con el absurdo mercado del alquiler madrileño.

El problema es que en los últimos cuatro años he vivido la mayor parte del tiempo en Madrid, y aún así, en el momento en el que el Alvia me deja en la estación de tren de Santiago, siento que todo ha sido un sueño y que jamás me he ido de Galicia, porque absolutamente todo sigue igual. El problema es que cuando me baje del Alvia dentro de un año, todo será distinto. Y el coche de mis padres no me llevará al lugar en el que crecí, porque ese lugar estará vacío y ya no será mi casa. Será un piso en alquiler en el que vivirá otra persona. Y la mínima estabilidad que me daba saber que, aunque Madrid fuera un caos impredecible, todo en casa seguiría igual, se esfumará de golpe en cuanto las llaves que tengo ahora mismo en la mochila dejen de abrir la puerta que lleva marcando la diferencia entre el mundo exterior y mi hogar desde que tengo conciencia.

Este texto es una mano tendida a una casa semiabandonada a la que me gustaría darle la oportunidad de convertir en mi casa. Es un intento de pedir perdón por la torpeza con la que se le ha tratado, primero dejando que sus hierros se oxidaran y sus maderas se pudrieran y luego despojándola de todos los objetos y huellas que había ido acumulando a lo largo de más de un siglo. Intentaré cuidarnos a ambas.

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Sara Riveiro

Muchos sentimientos y pensamientos y cero intenciones de pedir perdón por ello